24.8.06

LA iNOcenciA Es y SerA su DoN de AMOR

FáBULa de NiÑOS espiRiTuALES

MUChas GRaciAS a ToDOS
EstE poeTA iMAgiNA coN
PuRo AmoR deL aLMA

Selva

Esta era una selva como ninguna otra. Única en el mundo. Porque todo cambió un día. Una tarde en la cual un animal (que nunca nadie llegó a determinar con exactitud su identidad) entró por el costado del gran monte a la selva. Llenó de espejos. Miles. De todos los tamaños imaginables.
Progresivamente los señores animales de la selva comenzaron a usar espejos.
¡El señor conejo ha burlado a la muerte!
Gritaban los compradores de espejos luciendo sus recientes adquisiciones.
Hacía tan sólo unos días el señor conejo había escapado de la muerte. Corría desesperadamente por la llanura. A los matorrales debía llegar, sino, sería presa fácil del veloz señor puma. Lo sentía muy cerca. En lo más profundo de su ser sabía que le quedaban pocos segundos de vida. Nunca llegaría a los matorrales a tiempo. Sintió como las rodillas simplemente dejaron de responderle. Tardó en percatarse que estaba paralizado de pavor. Todo transcurría en fracción de segundos. Cuando el señor conejo estaba a punto de perder el conocimiento producto de este estado de shock. Vio al señor puma junto a su cuerpo. Y cómo éste abría su gran boca, dispuesto a hundir sus colmillos en su cuerpo. Chilló con todas las energías que le quedaban.
Entonces, al no sentir los dientes del cazador giró la cabeza y vio la cara de pavor del señor puma. El terror en sus ojos. El señor puma huyó del sitio muy rápido.
El señor conejo no salía aún de la impresión. Se había sentido muerto por largos instantes. Esos que el tiempo no logra calcular.
Le tomó un viaje a su casa para dar con la razón. Había sido el espejo. Que acababa de comprar y que llevaba en su espalda. El puma al reflejarse en el, vio una gran boca llena de filosos dientes. Como nunca antes en su vida había visto.
Desde ese momento el resto de los señores animales. Comenzaron a llevar puestos los espejos. Sus cuerpos se convirtieron en tan sólo reflejos de lo que les rodeaba. Si fue bueno para el señor conejo, será bueno para mí -pensaba- todo aquel que llevaba su espejo puesto.
Todo y todos cambiaron en la selva. Fue un proceso muy complejo e impecablemente confuso.
La señora oso movía su espejo siguiendo la mirada de su esposo, el señor oso. La relación de pareja mejoró rápidamente.
El señor zorro buscaba su propia imagen en los demás,
(espejos). No se había comido a la señorita ardilla únicamente por un asunto estético. Le pareció que en el espejo de la señorita ardilla se veía muy bien. Si me la como nadie llevara este espejo que tanto me favorece -pensó en el instante que abría la boca-. La cerró y dejó ir a la aterrada señorita ardilla. ¡No te pierdas! ¡Nos volveremos a ver! ¡Me encantó estar contigo! -le gritó el señor zorro-.
El señor caballo se sintió muy solo. La verdad de los sentimientos a quedado reducido a pobres reflejos ajenos. Se le escuchó gritar poco antes que saltara de un barranco y que su cuerpo fuera arrastrado al mar.
El señor cerdo por accidente golpeó su espejo. Se trizó. Gastó todo su dinero y tiempo en tratamientos para arreglarlo. Sin suerte. No éxito. Perdición.
La señora halcón volaba como de costumbre. No había sido una buena mañana para ella. Había discutido con el marido. Desde muy lejos observó un brillo en la pradera. Planeando se acercó al reflejo de luz. Al llegar se dio cuenta que era la señora tortuga. Jamás habría visto a la amigable señora tortuga como alimento, pero bueno, esa mañana la señora halcón no andaba de buen humor. Al llegar muy cerca de su presa. La señora tortuga siempre muy amable con todos, le dijo a la señora halcón. Que bella ha amanecido hoy usted. Mire que bello color de alas tiene hoy.
La señora halcón al verse reflejada en el espejo de la señora tortuga, vio todo lo contrario. Se vio a si misma horrible. Sin dudarlo por un segundo, le arrancó la cabeza a la pobre señora tortuga que no tuvo tiempo ni siquiera de borrar la sonrisa en su rostro. Los que encontraron el cuerpo atribuyeron el penoso deceso a un descuido de la misma señora tortuga. Se degolló con el espejo -todos pensaron-.
Dos grandes amigas. Una de ellas. la señorita pato, sentía
(porque jamás llegó a decirlo) que toda la responsabilidad de su fracaso social y sentimental radicaba en que la señorita rana
(su única amiga) poseía un espejo que todo lo que se reflejaba en él, se veía horrible. Pero a pesar de todo, nunca se atrevió a alejarse. Ya tenía un culpable y no necesitaba otro más.
Un día sorprendieron en una falta al señor mariposa. Falta a la moral se dijo. La sentencia fue prohibirle usar su espejo por un mes. El pobre señor mariposa, que amaba la noche y no se perdía evento social desapareció todo el tiempo que duró la pena. Me ha confesado que se siente desnudo -dijo una de sus amigas-. Cuando le consultaron por la ausencia del señor mariposa.
Mientras esto ocurría, en otro lugar de la gran selva.
Te amo -dijo la señorita pudú-.Yo también te amo -respondió el joven pudú rápidamente-.¿Sabes que me encanta de ti? –preguntó la señorita pudú al joven pudú-. El bello reflejo que hacen tus ojos al mirarme. Afirmó la feliz señorita pudú mientras abrazaba al que era su prometido, el muy apuesto joven pudú. Llevaban un muy feliz noviazgo. Eran jóvenes y felices. Millones de sueños llenaban sus corazones. Tantos, que pasaban tardes enteras contándose sus más dulces ilusiones. El padre de la señorita pudú, era Don pudú. El hombre más rico de la selva. Incluso se decía que el más rico de todas las selvas. Por muchos años fue también el más avaro. Pero un día, lentamente el destino le dio un don. Ocurría que la vejez lo fue dejando ciego. Poco a poco. Día a día, fue dejando de ver los espejos de los demás. Se transformó en una de las personas más sabias del lugar. Fue así como caminando por la selva. Muy atento y concentrado para no caer o resbalarse. Escuchó una joven voz. Provenía de la zona de árboles bajos. Avanzó en esa dirección escuchando atentamente lo que parecía un discurso. Debemos prestar más atención a nuestro alrededor -gritaba la voz-.
¿Les parece difícil vivir ya?. ¿Piensan que la tarea sería doblemente difícil si tuviesen que observar a los demás?. Pues, mis amigos estoy seguro que es eso lo que sienten -continuaba la voz muy fuerte-.
!Ese no es el camino!
¿Cuánto podemos aprender de lo que nos rodea?
!Infinitamente! –concluyó la voz-.
Don pudú se acercó a alguien entre la multitud. ¿Quién es el que habla? -preguntó-. El joven pudú -le respondieron-.Algo había oído Don pudú acerca de él.
Cuando vio que toda la gente se dispersaba. Don pudú tomó rumbo a su casa. Cuando se encontraba a medio camino se percató que alguien lo seguía.
¿Quién está ahí? -don pudú preguntó-.
Lo siento. No quería hacerlo -alguien respondió desde la oscuridad-.
¿Quién eres? -preguntó Don pudú-.
Soy el joven pudú -respondió muy escondido aún-.
Pues sale de ahí y conversemos -dijo amablemente Don pudú-.
El joven pudú salió y comenzaron a caminar. Hablaron acerca de la luna y de algunos amigos en común, entre otras cosas. Amo a su hija por sobre todo lo imaginable. Es la criatura más bella del universo entero -dijo entre cortado el joven pudú a don pudú-. cuando estaban a punto de llegar a la casa de este último. Don pudú hizo un gesto como observándolo. Aún cuando no veía nada, movió cejas y manos vigorosamente. Pues pasa y conócela, a ver si continúas pensando lo mismo -respondió don pudú-.Fue así como el joven pudú conoció a la señorita pudú.¿Por qué estás tan contenta? –preguntó el joven pudú a la señorita pudú un día-.¿Por qué pides que te describa mi felicidad?, si tú bien sabes como es -respondió la señorita pudú-.
El joven pudú con un gesto dio a entender su molestia por semejante respuesta.
Tú eres mi única felicidad. Y se también, que tú felicidad está en mí y en cada ser que habita esta selva. Nos amamos de diferente forma –concluyó la señorita pudú con los ojos llenos de dicha-.
A medida que el tiempo transcurría. La señorita pudú sin darse cuenta alguna. Dejó de preocuparse por el espejo que llevaba puesto y éste se fue llenando de polvo.
No seas cruel conmigo. A veces siento que no me soportas -dijo tristemente la señorita pudú al joven pudú-.
Sin prestarle mucha atención, le dio un beso y continuó mirando en otra dirección.
¿Por qué no me miras? -la señorita pudú preguntó-.
Sólo fue un segundo. -protestó el joven pudú-. Es que me llamó la atención el reflejo de la señora cisne. Mira que radiante se ve junto a sus pequeños hijos -concluyó-.
Sí, tienes razón -respondió la señorita pudú-. Es un bello espectáculo. Entonces por primera vez sintió su boca seca, como si el amor que sentía por el joven pudú fuese agua. Había dejado de ser un placer, un sentimiento puro para transformarse en una necesidad. Miserables gotas de amor era lo que recibía, pero ella sería capaz de vivir con eso o incluso menos con tal de no morir de sed.
Por esta misma época, el joven pudú se había vuelto muy cercano al animal dueño de los espejos.
El tiempo que antes gastaba con la señorita pudú ahora lo gastaba yendo a la tienda de espejos. Se pasaba horas y días enteros allí. Cautivado por la belleza y perfección de los reflejos.
Un día Don pudú encontró llorado a su hija. Aún cuando por su ceguera, él no podía ver lo empolvado que estaba el espejo de su hija, supo de inmediato lo que ocurría.
Lo que le pasaba a su hija también le estaba pasando a buena parte de los animales de la selva. No tenía ningún sentido limpiar el espejo de su hija, porque tarde o temprano volvería a ocurrir lo mismo. La solución debía ser definitiva, duradera.
Pero no sería otro que el caprichoso destino el que volvería a cambiar por completo el curso de la historia.
El animal de los espejos celebraría el primer aniversario de su llegada, se cumplía exactamente un año. Por supuesto, el joven pudú estaba a cargo de todos los preparativos. Había encomendado la tarea de encontrar el árbol más grande a los dos elefantes más fuertes. Debían derribarlo para usarlo como puente, ya que la celebración se realizaría en la mansión del dueño de los espejos que se encontraba al otro lado de un río muy caudaloso. Todos los habitantes de la selva llegaron a la fiesta. Fue la celebración más grande que se haya organizado jamás.
¿No te parece que el calor es insoportable? –le preguntó el señor cocodrilo al señor león mientras conversaban sentados en la mesa-.
Amigo no te preocupes. Contestó el señor león, mira cuanta comida y refrescos hay en este lugar. Si tienes calor ve a beber cuanto quieras que de seguro te sentirás mejor.
Supongo que tienes razón, amigo mío –contestó el señor cocodrilo después de pensar por unos segundos los argumentos-.
Pero lo cierto es que el señor cocodrilo estaba en lo cierto, porque aparte de ser la fiesta más fastuosa que se recordara, también era el día más caluroso que había habido en la selva.
Uno de los personajes más curiosos que asistieron a la fiesta fue el señor oveja, quién de conocido oportunista y estafador pasó a ser un reconocido empresario de la belleza. Había montado un salón, donde básicamente los clientes iban a desempolvar y limpiar con los más finos productos sus espejos.
Pero miren nada más, sino es la mismísima señorita pudú.
Sí, soy yo. ¿Quién es usted señor que conoce mi nombre?
–preguntó la señorita pudú-.
Claro, tú no me recuerdas. Es que yo te conocí cuando eras muy pequeña. Yo era amigo de tu padre mi adorable señorita. Yo soy el señor oveja. Mucho gusto.
Mucho gusto también, señor –contestó la señorita pudú-.
Pero mira nada más, como es posible que tanta belleza puede ser desaprovechada de esa manera –dijo el señor oveja mirándose en el espejo de la señorita pudú-.
¿Acaso no has oído hablar de los salones resplandeciente belleza? –preguntó el señor oveja haciendo una extraña reverencia-.
No. Lo cierto que nunca había escuchado hablar de ellos
–contestó la señorita pudú sin interés-.
Pues es esa la razón de todos tus problemas mi querida señorita –se apresuró en contestar el señor oveja-.
Ven conmigo, que justamente he montado un salón móvil en la fiesta. ¡No te arrepentirás!.
No gracias, lo único que quiero es poder encontrar a mi novio
-dijo la señorita pudú-.
Mi dulce niña, déjame decirte que en el estado que tienes tu espejo no encontrarás a nadie en esta fiesta –respondió el señor oveja con voz muy triste-.
¿De verdad piensa que es esa la razón de porque no he podido hallar a mi novio el joven pudú? –preguntó muy afligida la señorita pudú-.
Así que tú eres la flamante novia del famoso joven pudú. Déjame decirte que no hace mucho lo vi con cuatro de mis mejores clientas –dijo el señor oveja acercándose maliciosamente a la señorita pudú-.
La señorita pudú estaba a punto de llorar, porque todo el mundo se encontraba con su novio menos ella. Luego de unos minutos de silencio y después de haberlo meditado mucho la señorita pudú accedió a acompañar al señor oveja a su salón.
Hay quienes nunca pueden controlarse, era el caso del grupo de amigos compuesto por los señores mono, castor, rata. Y las señoritas serpiente y murciélago. Juntos formaban un grupo de temer, desde un comienzo no hicieron otra cosa que tomar. Bebían sin control alguno y a las pocas horas estaban todos completamente borrachos. Se burlaban del resto de los invitados y no paraban de hacer escándalo. El primero en quedar inconciente de lo borracho que se encontraba fue el señor castor, sus amigos tuvieron la desafortunada idea de dejarlo tirado para que durmiera. No era primera vez que lo hacían, pero en esta ocasión una serie de particularidades harían de esta borrachera, una tragedia.
Por los altavoces ubicados en distintos puntos de la mansión el joven pudú anunciaba el discurso del animal de los espejos. Queridos amigos de la selva, espero que estén disfrutando de las atenciones que personalmente a preparado para cada uno de ustedes el visionario dueño de esta propiedad. Quién en pocos minutos más se dirigirá a ustedes.
¿Has oído? –preguntó inquieta la señorita pudú-.
Por supuesto que lo oí, pero tú debes quedarte quieta que ya estamos a punto de terminar –contestó el señor oveja quién con mucha dedicación daba los últimos retoques de limpieza al espejo de la señorita pudú-.
Después de un instante de júbilo por haber escuchado al joven pudú, lentamente la señorita pudú fue bajando su mirada hasta toparse con el señor oveja que arrodillado frotaba una y otra vez con lana su espejo buscando el brillo perfecto. Por primera vez observó con detención al sujeto, repentinamente le pareció un ser despreciable. Nunca antes había sentido algo similar por nadie, entonces de pronto se vio reflejada en el espejo del señor oveja y la sensación se hizo aún más amarga.
Soy yo, son todos –pronunció en voz muy baja, tanto que ni siquiera el señor oveja logró oírla-.
El gran momento había llegado, el dueños de los espejos había comenzado a hablar.
Mis amigos, cuando llegué a esta selva era un extraño. Nadie me conocía, pero mírense esta bella tarde unos a otros. Puedo decir que conozco a cada uno de ustedes, que logro verme en casa uno de ustedes. Mis amigos.
Mientras el discurso se llevaba a cabo, los amigos del señor castor lo habían tirado en un montículo de hojas secas.
Aquí estará muy cómodo el infeliz –dijo su novia la señorita serpiente-.
El calor había producido varios desmayos, los que no fueron tomados en serio por nadie. Todo el mundo estaba preocupado de celebrar y nadie perdería un segundo por alguien que no podía disfrutar. La temperatura era altísima.
Fue así como después de media hora de haber estado tirado sobro hojas secas, el espejo del señor castor se había transformado en un auténtico horno. Todas las hojas que se encontraban sobre el espejo comenzaron a quemarse. En distintos sitios de la fiesta y de una u otra forma lo mismo ocurrió. Fue como el recordado gran incendio comenzó.
Las estampidas eran en todas direcciones, los reflejos producidos por los espejos de los invitados cegaban todo aquel que intentaba buscar una salida. Nadie podía mirar sin toparse de frente con algún destello cegador. Instintivamente comenzaron a correr con los ojos cerrados, se produjeron muchos choques y varios resultaron aplastados por accidente.
El joven pudú que se encontraba en el escenario donde se desarrollaba el discurso no podía entender lo que estaba ocurriendo. Se encontraba paralizado de horror. ¿Cómo habíamos llegado a esto?.
¿Dónde estás?, ¿Dónde estás?, ¿Dónde estás? –gritaba la señorita pudú en el centro de un inmenso jardín-.
De pronto sintió que alguien tomó su mano.
Es mi novio pensó. Pero lo cierto es que se trataba de Don pudú.
Ven conmigo mi niña, juntos encontraremos al joven pudú –dijo Don pudú a su hija mientras trataba de tranquilizarla-.
Quién no parecía afectarle en lo absoluto la situación, era al dueño de los espejos quién continuó su discurso aún cuando ni siquiera el joven pudú, a su lado, podía escucharle. Jamás borró la misma sonrisa por la que era recordado.
Estando en el escenario, de pronto, el joven pudú divisó a la señorita pudú y su padre.
Como pudo bajó rumbo a donde se encontraban, pero tal como le ocurrió al resto, no tardo en quedar ciego. No sabía que dirección tomar estaba completamente desorientado. Miles de gritos se podían oír.
Habían cientos de trozos de espejos regados por el piso, las llamas lo consumían todo rápidamente. Los que sobrevivieron lo hicieron exclusivamente por merito propio. Muy, muy pocos pensaron en rescatar a alguien más.
Uno de los que sí lo hizo, fue Don pudú, quién con la ayuda de algunos viejos amigos logró encausar a cientos de invitados por el improvisado puente.
El joven pudú se sentía responsable de todo lo que había ocurrido, no había sido capaz de prever los peligros que conllevaba el fanatismo por los espejos. Alguien lo empujó y cayó al piso inconciente. Iba a morir.
Entonces la señorita pudú lo encontró.
Mi amor –dijo-. Ven conmigo.
El joven pudú se levantó y juntos lucharon por sobrevivir.
A la mañana siguiente aún se elevaban columnas de humo negro al otro lado del río. El puente había terminado destruido y con ello cualquier posibilidad de regresar a ese lugar. Sin embrago, nadie intentó jamás volver a ese lugar. Todos se deshicieron de sus espejos y del dueño de ellos jamás se supo nada.
Todos habían aprendido a un alto costo la lección, pero nadie disfruto tanto como la pareja de recién casados que vivió feliz por el resto de sus largas vidas.
La señorita pudú y su amado joven pudú.

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