24.8.06

BOCA

Boca.

Buenos Aires es muy grande, tanto, que hasta nosotros gozamos algo del esplendor de sus grandes avenidas y extensos parques. Nos mezclamos entre elegantes hombres de etiqueta, bellas mujeres, turistas, ancianos, jóvenes.
Sería muy distinto ser lo que somos en otro lugar, ni siquiera puedo llegar a imaginarlo.
Yo, soy Diego, tengo siete años. No soy el mayor, pero tampoco el menor. He sido porteño toda mi vida. He vivido en muchos lugares y con muchas personas distintas.
Ahora vivo con José, Facundo y Perro. Vivimos en el obelisco, o al menos eso nos gusta pensar. En verano simplemente nos tendemos en el césped justo al lado del obelisco. Cuando llueve y no nos la aguantamos, corremos a la entrada de una galería por la calle corrientes. Nunca nos alejamos demasiado de nuestro hogar.
¿Qué haces José? -preguntó Facundo-.
Miro el cielo -respondió sin sacar la vista de la estrellada
noche-.
¿Por qué haces eso?. Te lo pasas con la cabeza hacia arriba
-comentó Facundo-.
Cada uno tiene sus asuntos. Déjalo en paz -interrumpió Perro-.
Perro tenía ocho años de edad. Era muy delgado y moreno. Vestía siempre una polera color azul, unos jeans negros y una cola. La cola era un harapo muy largo que el mismo había cosido cuidadosamente a la parte de atrás de su pantalón. Perro decía que podía comunicarse con los perros. Únicamente con ellos.
Termínala che, ya están por cerrar el mcdonalds -dijo Facundo mientras con gran esfuerzo trataba de levantar a José-.
Íbamos a buscar entre la basura restos de comida. Había que llegar antes que las pandillas de perros del barrio. Ellos eran más que nosotros. Hace un par de semanas nos habíamos enfrentado a una jauría de ellos. Eran por lo menos diez animales. Perro trató en vano de llegar a un acuerdo. Perro nos dijo que conocía a uno, que lo iba a tratar de convencer de que podíamos compartir la comida. La mitad para cada bando.
Siempre supe que todo acabaría muy mal. Ese día no había probado bocado alguno y literalmente dejaría la vida por unos trozos de pan, unas cuantas papas fritas o bien, con suerte, algo de hamburguesa.
Cuando Perro dio un gran ladrido, hasta yo entendí que había insultado a su líder. Un inmenso perro negro sin cola y muy sucio.
Tenía empuñado un trozo de madera que levante. ¡Por nuestra comida muchachos! -grité-. Luego de lo cual, me lancé al corazón de la jauría de perros. Facundo y José me siguieron. Perro tardó unos segundos en comenzar a pelear, la razón, la sabría al día siguiente.
Lo que yo había interpretado como un ladrido negativo, no era otra cosa que la señal de acuerdo que había alcanzado Perro. Por desgracia fue justamente él, el más lastimado. Procuré cuidarlo lo mejor que pude los días siguientes. Había recibido un feísimo mordisco en su pierna derecha. Le llevaba comida e incluso logré conseguir algunos remedios. Mi error le había costado muy caro. Si había alguien en el grupo que no merecía sufrir más de la cuenta. Ese era Perro.
Cuando te sientas mejor haremos algo especial -le dije a Perro-.
¿Qué te gustaría hacer?.
Pues, nunca me he subido a un ascensor.
Diego, crees que podamos subir al más grande? -preguntó Perro-.
Es un mundo libre amigo mío!. Ya verás como cuando te sientas mejor iremos al ascensor más increíble de la ciudad -respondí muy contento-.
Perro estaba tendido, cubierto de trapos y cartones. Al ver la sonrisa en su rostro entre tanta miseria, tuve la certeza que nuestra charla había sido el mejor remedio.
Al día siguiente me desperté con una clara misión, encontrar el ascensor más increíble de la ciudad para Perro. Aunque le había dicho que el mundo era un lugar libre. Dándole a entender que en especial nuestras vidas eran las más libres. Sabía muy bien que por nuestra condición, subirnos al mejor ascensor de la cuidad de buenos aires sería toda una odisea.
Facundo, necesito tu ayuda -dije-.
¿En qué andas esta vez Diego? -dijo Facundo-.
¡Le prometí a Perro llevarlo al mejor ascensor de Buenos Aires!.
Sólo eso... -respondió irónicamente Facundo-. Si ni siquiera a los baños públicos nos dejan entrar, por miedo a que nos robemos el papel higiénico.
No necesito que me recuerdes eso. Vivimos el mismo tiempo
-respondí molesto-.
¿Qué te parece el hotel Alvear?. Al menos por fuera parece lo más espectacular de la ciudad.
Estás chiflado. ¿Cómo piensas lograr entrar a ese lugar?
-dijo Facundo con desgano-.
¡No lo sé, es por eso que te estoy pidiendo ayuda! -respondí-.
No me interesa participar en tus estupideces. Sabes muy bien que no me gusta ni siquiera acercarme a esos barrios donde hasta el aire que respiras tiene una fragancia costosa. Es como ir a ver a boca jugar una final a la bombonera, pero en la barra del otro equipo. Sí, definitivamente es algo como eso. Personalmente el odio me descontrola. Me siento más animal que nunca. Toda esa gente esquivándote como si fuéramos portadores de alguna clase de peste.
Yo siento lo mismo que tú, Facundo -dije-. Ellos no son reales para mi. Es un mundo extraño que no me interesa. Lo que si es importante para mi, es Perro. El vale cualquier sacrificio. No hay odio o resentimiento más grande que eso.
No molestes. No hables así, que tú eres tan basura como el resto de nosotros -dijo Facundo-. Luego de lo cual, se paró y se fue al otro extremo del obelisco.
No me atreví a convencer a José. Él se la pasa mirando al cielo todo el tiempo. No sería de gran ayuda.
Al menos ya tenía un lugar. Primero pensé que durante la noche sería el mejor momento para intentarlo. Fue un par de madrugada a observar la vigilancia. Habían más guardias y muy pocos huéspedes. Decidí que lo mejor sería hacerlo a medio día.
El Hotel Alvear. Es un verdadero Palacio, que abrió sus puertas en 1932, en el corazón de la Recoleta, la zona más refinada de la ciudad y a sólo cinco minutos del centro financiero. La majestuosidad de su arquitectura y decoración hace que se distinga como único en su estilo. El hotel cuenta con 80 habitaciones Palace y 120 suites, además de 12 espléndidos salones. Pero lo que hacía más especial a este lugar eran, por supuesto, sus ascensores. Los más bellos de Buenos Aires!.
¿Estás listo Perro? -pregunté-.
Sí, más que nuca en mi vida!. Es el regalo más especial que nadie me ha hecho. Gracias.
Ambos estaban detrás de un automóvil justo al frente del edificio.
Ahora -gritó Diego-.
La seguridad del lugar no se vio sobrepasada por la pericia de ambos chicos de la calle, sino, por su inmensa fortuna. El destino los había dejado justo al frente del ascensor. Ambos estaban llenos de adrenalina y la emoción parecía brotar de cada poro de sus cuerpos. Diego respiraba muy fuerte. Jamás pensó que llegarían al sitio donde se encontraban. Nunca le había pasado algo igual antes. Había pasado días imaginando este momento, pero sólo eso, imaginando. Hizo todo con la certeza que jamás lo lograrían. ojala lleguemos a la puerta principal -pensó Diego un instante antes de decirle “ahora” a Perro cuando se encontraban detrás del automóvil-.Estás temblando Perro. ¿Qué te pasa?
-pregunté-.
Nada, nada, no me hagas caso. Es la emoción -contestó-.
Mira, mira, mira, aquí está ya llegó -dijo perro juntando sus manos-.
La puerta se abrió lentamente. Su interior estaba lleno de espejos. Estaba repleto de dorado. Todo brillaba. Diego fue el primero en entrar, luego lo siguió perro.
Nunca había tenido esta sensación -dijo Perro-.
yo tampoco -respondí-.
Hubo un silencio que duro varios pisos. Se observaban dentro de lo que les pareció una cajita de cristal. Se habían transformado en una esencia. El contenido de la riqueza material que los rodeaba, envolviéndolos.
¡Mírame Diego, puedo ver mi espalda en estos espejos! -dijo eufórico Perro-.Nunca había mirado mi espalda antes! -continuó-.
Diego estaba muy lejos. Perdido en su mente como para escuchar a Perro.
¡Resultó! -se repetía una y otra vez Diego-.
El ascensor subía sin parar. Faltaba muy poco para llegar al último piso. Pero ninguno de los dos niños tenía tiempo para reparar en ello.
Fue el mejor día de sus cortas vidas.
Hacía una semana que no paraba de llover en Buenos Aires.
¡Tenemos que hacer algo! -dije-.
¡Tú no paras, eh! -dijo Facundo-.
Tú debes ser experto en estos temas José. Si te la pasas mirando el cielo, de seguro, tú te comunicas con el cielo. Como lo hace Perro con los malditos animales -continuó Facundo cada vez más irónico-.
Se que hacer -respondió José-.
Nadie esperaba esa respuesta. Todos se miraron un poco aturdidos ante la sorpresa.
¿De qué hablas? -pregunté-.
Qué puedo parar esta maldita lluvia. Hablo que podemos dejar esta horrible galería y volver al Obelisco -respondió muy seguro de si mismo-.
Pues cuéntanos entonces che! -dijeron todos a coro-.
Hagamos un ritual. Yo se hacerlo. Mi abuelo me enseñó -dijo muy serio José-.
¿Y tú de donde sacaste abuelo!? -dijo burlonamente Facundo-.
¡Cállate Facundo, déjalo hablar! -dije-.
El ruido de la lluvia retumbaba en la oscura galería. Un gigantesco trueno hizo callar hasta al mismísimo Facundo. Encogido de hombros, empapado como el resto de nosotros dijo.
Vamos José, dinos de una vez de que se trata tu ritual.
Debemos obtener primero que nada, un gato. Dijo José con la mirada fija en la entrada de la galería. Parecía contemplar como los rayos lo iluminaban todo.
Necesitamos un gato blanco.
¿Mataremos un gato blanco para que deje de llover? -preguntó temeroso de escuchar la respuesta Perro-.
No, no tenemos que matar a nadie -respondió José volteando la mirada hacia Perro-.
Será nuestra conexión con la naturaleza. Nuestra naturaleza
-sentenció José-.
Existía un sólo lugar en todo el gran Buenos Aires donde encontrar un gato blanco. Uno libre y salvaje. El jardín Botánico en Palermo.
A esa altura yo era el único que podría realizar el viaje.
¿De verdad irás solo, Diego? -preguntó Perro-.
Si, iré solo. Nadie más aquí esta en condiciones de hacer ese tremendo viaje -concluí sin dejar margen a duda-.
La verdad es que después de casi diez días de lluvia nuestras fuerzas eran muy pocas. Habíamos comido poco y la ropa mojada nos tenía en mayor o menor grado a todos resfriados. Dependemos en gran parte de la calle para sobrevivir y cuando no podemos transitar en ella, el delicado balance se rompe.
De día me exponía a que algún corrupto policía me tomara preso o aun peor, terminara en un orfanato que funcionaba también como reformatorio.
El viaje debía hacerlo de noche. El tiempo en que la ciudad desierta es cubierta por el velo de nuestra realidad. Debería cruzar los territorios de otros grupos. Lidiar con los que habitan Buenos Aires de noche y en la calle. Hacia mucho tiempo que no salía del perímetro de nuestro hogar, tanto que mi memoria se negaba a recordar un pasado más lejano que los primeros días de convivencia con mis amigos. Junto al Obelisco.
Habían pasado escasos minutos desde que José había terminado de hablar y yo ya me encontraba parado en la puerta de la galería con algo de comida en los bolsillos y con la tremenda amargura de saber que dejaba atrás todo cuando tenía en esta vida.
Volteé y los vi. por última vez. Fue mi despedida en silencio. Logré distinguir sus rostros, al fondo de la galería, tragados por la fría oscuridad.
Tengo mucho frío José -dijo Perro-. Temblaba. Eran una familia. Una compuesta por cuatro hombres. Ninguno de ellos acostumbraba ser demasiado sensible.
José estiró su mano hacia él.
Apuesto a que no más que yo mi amigo -respondió José-. El tono reconfortante de sus palabras brindo algo de calor al alma de Perro.
A decir verdad...te ves peor que yo! -dijo Perro- esbozando una sonrisa.
Facundo acostumbraba dormir en el otro extremo de la galería. Pero, incluso su terquedad había sido doblegada por la lluvia y el frío.
Esa noche estaban todos juntos.
¡Mira, sin duda el peor es Facundo! -dijo perro-. Prolongando a duras penas la sonrisa.
¡No molesten!. Parecen niñas quejándose tanto
-protestó Facundo-.
Gruñía agazapado entre sus mantas.
A mi no me resulta fácil soportar el condenado frío que siento en todo mi cuerpo, pero si ustedes se la van a pasar toda la noche llorando por ello, será peor.
Déjame contarte una historia entonces -dijo José-. La historia de nuestra casa, el Obelisco.
El Obelisco esta inspirado en monumentos funerarios del antiguo Egipto.
¿De qué hablas? -preguntó Perro-.
Egipto, Perro, el país de las pirámides y las momias - contestó José sin perder el hilo de su historia -.
Bueno, resulta que el Obelisco fue construido por un tal Alberto Prebisch. Un arquitecto, que durante su vida hizo números viajes a Egipto. Se decía que incluso en las bodegas de su casa guardaba un sin numero de reliquias egipcias. ¡Incluso momias!.
El proyecto del Obelisco ya había sido presentado en el año 1911, pero su construcción se inicio recién en 1937.
Otro dato muy peculiar fue que en el sitio donde se encuentra esta tumba Egipcia antes se hallaba una iglesia católica. La iglesia de san Nicolás de Bari.
Los sectores más conservadores de la sociedad se opusieron al proyecto desde un principio por considerarlo profano. Decían que el arquitecto no era más que un seguidor de Satanás.
Un momento...de donde demonios tú sabes tanto sobre el Obelisco, si ni siquiera sabes leer - interrumpió Facundo -.
Un tanto molesto por la interrupción José contestó.
Resulta que si haces memoria, yo fui el primero en llegar a nuestra casa, el Obelisco.
Yo llevaba viviendo allí casi dos años. Tiempo en el cual llegué a conocer muy bien al encargado del monumento.¡De que hablas!. ¡Resulta que ahora eres amigo del maldito de García! - exclamó enfurecido Facundo -.
¡No! - respondió rápidamente José -. García es el que remplazó a mi amigo.
Mi amigo había trabajo en la construcción del Obelisco. El me contó que el Obelisco fue construido por más de ciento cincuenta obreros. Que en su mayoría y al igual que él eran inmigrantes europeos.
¡Yo quiero saber más! -exclamó Perro cautivado por la historia-.
Parecía que hasta el frío muerto de curiosidad hacia una pausa y escuchaba atento el relato de José.
Continua -dijo Facundo entre dientes-.
Otro dato de suma importancia, fue la rapidez con la que fue construida. Sólo tardaron 31 días.
Mi amigo el señor Tortoni...
¡¿Ese es el nombre de tu amigo?! -interrumpió Perro-.
Con una gran sonrisa, rememorando viejos tiempos. José afirmó moviendo la cabeza.
¡Sí!. El señor Tortoni fue un inmigrante italiano que llegó a Buenos Aires en 1930.
Resulta que una vez me llevó al interior del Obelisco -dijo solemnemente José ante la mirada de asombro de sus compañeros-.
¿Realmente estuviste dentro de nuestra casa, el Obelisco?
-Pregunto Perro sin salir aún del asombro-.
Sí, Perro, estuve allí -respondió José muy feliz-.
¿Y por qué nunca nos contaste esto antes? -disparó Facundo clavando su mirada en al de José-.
¡No te creo!. A parte el Obelisco es una gran roca. Es imposible entrar en una roca -afirmo Facundo moviendo su mano empuñada justo frente al rostro de José-.
Pues resulta sabe-lo-todo, que estás equivocado -contestó José sin mostrar temor alguno-.
¡Mientas!. ¡No es posible! -gritó Facundo-.
¿¡Qué es lo que te molesta tanto¡? -interrumpió gritando aún más fuerte José-.
Resulta que, el Obelisco, es una estructura hueca de hormigón con una escalera recta sin barandas de 202 peldaños -concluyó José-.
¡Tú no sabes contar! -increpó Facundo a José -.
¡Vuelves a equivocarte Facundo, yo sí se contar!-respondió José mirándolo fijamente a los ojos-. Fue precisamente el señor Tortoni quién me enseño.
No te engañes a ti mismo. ¿Crees que nuestra condición nos impide pensar, recordar o aprender? -gritó con vehemencia José-.
No peleen más por favor - suplicó Perro mientras trataba de distanciarlos-.
Mientras ustedes discuten, Diego está allá afuera tratando de ayudarnos -gritó angustiado por la situación, Perro-.
En ese momento, Diego, caminaba por calles desiertas. A pesar del frío y el temor que le producía alejarse tanto de lo que él llamaba su territorio. Sintió un extraño placer producto de lo silencioso y solitario que le parecía todo a su alrededor.
Lo primero que me compraré cuando gane mucho dinero será... un paraguas -se decía a si mismo mientras contemplaba las luces de la ciudad, diluidas y más brillantes producto de la lluvia-.Se imaginaba recorriendo esas mismas calles con un inmenso paraguas. Seco y feliz de tener la ciudad para si. Mientras el resto de la gente se esconde, el saldría a caminar, respirar y soñar profundamente.
Un fuerte ladrido lo trajo nuevamente a la realidad. Lo primero que sintió fue como su ropa absolutamente empapada se ajustaba a su cuerpo, lo que le impedía caminar con normalidad. Lo siguiente, fue buscar con la mirada el origen del sonido. Era un perro, que al igual que él, estaba completamente mojado. Se encontraba a una cuadra de distancia. Es sólo un perro -pensó-. Agachó la mirada y sin prestarle más atención continuó caminando. Pero, a los pocos segundos volvió a escuchar ladridos. Oyó esta vez más de uno. Las distancias se acortaban, y al levantar la vista. Vio dos perros.
¿Qué está pasando? -Diego se preguntó-.
Cada paso lo acercaba más a la esquina donde se encontraban los dos perros. Nunca había sentido temor por esos animales, las razones están más que claras. Cuando te crías en la calle, ellos son tan dueños como tú del mundo que ambos habitan.
El temor sacudió su cuerpo en el instante en que reconoció a ambos perros. Eran miembros de la jauría con la cual habían disputado los restos de comida del Mcdonald’s.
Uno de ellos era precisamente al cual había golpeado de lleno en el hocico con el madero que utilizo para pelear. Era un perro café, de pelo muy corto y orejas puntiagudas.
¡Ese condenado es más grande que yo! -pensó-.
El perro que lo acompañaba era más pequeño, pero muy corpulento. No tenía cola (Por lo general los perros callejeros las pierden en peleas con otros perros. transformándose en sirvientes del animal que se las corto). Poseía un hocico cuadrado y manchas blancas en las patas.
Era muy tarde para huir, se encontraba a mitad de cuadra y sabía perfectamente que al huir se arriesgaba a ser atacado por la espalda. Lo que disminuía sus posibilidades. Desde un comienzo había decidido evitar grandes avenidas. Se hallaba en sarmiento, una calle paralela a Av. Corrientes. Hace muy poco había cruzado Av. Callao.
Empuñando sus manos juntaba coraje para hacer frente a lo que muy pronto ocurriría.
No me voy a dejar derrotar, malditos animales -se dijo-.
Cuando todo su cuerpo estaba preparado para la lucha se percato que el numero de perros apostado en la esquina había aumentado. Se trataba de toda la jauría. Reconoció a cada uno de ellos. Incluso el que había dejado mal herido a su amigo, Perro.
¡Estoy muerto! -pensó-.
Nunca lo había presenciado, pero sabía de personas como él. Gente de la calle que había muerte descuartizada por una jauría de perros. No era noticia, nunca llegaban policías ni menos reporteros. Los que recogían la basura por lo general eran los encargados de recoger los restos.
Sus manos empuñadas se abrieron como si cada dedo tuviese la intención de huir en su propia dirección.
Su boca se abrió y su voz soltó un gran grito.
Dio media vuelta y comenzó a correr como nunca antes lo había hecho. No escapaba de la policía, de los recolectores de basura o de algún otro enemigo. Escapaba desesperadamente de la muerte.
Mi única esperanza es lograr llegar nuevamente a Av. Callao -se dijo mientras corría con la vista fija hacia al frente-.
Oía como poco a poco los ladridos se hacían más fuertes. Oía su corazón latir y sus pasos tocar el piso. La lluvia y unas sirenas a lo lejos.
Rápidamente los perros acortaron la distancia. Eran más veloces que el niño. Sabiendo esto, el líder de la jauría de perros ladraba a cada instante con más fuerza. Disfrutaba cada segundo de la caza. Se dio incluso el tiempo de contemplar por unos segundos al niño gritar, girar y correr desesperadamente. Le otorgo algo de ventaja no por un acto de “humanidad”, sino simplemente con la intención de prolongar un poco más la agonía y el preámbulo de su muerte.
Las lágrimas también desearon huir y comenzaron a brotar de sus ojos y caer al piso. Corría dejando sus lágrimas atrás, mezclándose con el agua del piso. Agua que había sido lluvia.
Quizás termine herido y logre llegar nuevamente con mis amigos. Ellos cuidarán de mi, sí, ellos harán eso por mi -se decía a si mismo Diego-.
Sintió curiosidad de saber a que distancia se encontraba la jauría de perros. Quería saber con cuanto tiempo contaba. Hacía tan poco se había imaginado con un gran paraguas recorriendo estas mismas calles. Tranquilo, feliz.
¡No puedo mirar atrás!.
Necesitaba de un par de segundos para alcanzar Av. Callao. Las luces le indicaban que el objetivo no estaba lejos. Una vez allí sus chancees de escapar serían mucho mayores.
¡Tengo que lograrlo!. Una vez estando en Callao podré buscar una tienda abierta o alguna persona en la cual refugiarme - pensó mientras corría como nunca en su vida -.
Los perros callejeros eran muy cuidadosos en jamás atacar a alguien que no perteneciera a la calle. Era una regla de oro que jamás rompían. De lo contrario se exponían a que la autoridad tomara medidas tan drásticas como matar todo perro que viviese en un perímetro de varias cuadras del ataque. Es por ello, que Diego sabía que cualquier persona que hallase en la calle le podría salvar la vida. Bastaba con aferrarse a ella por un instante para que la jauría se dispersara y diera por perdida la cacería.
Le costaba cada vez más respirar, al punto, que de nervio comenzó a toser. A este ritmo en cosa de un abrir y cerrar de ojos todas sus fuerzas se agotarían, terminando en el piso no producto de algún mordisco asesino propinado por alguno de los perros que venían tras él, sino, por el agotamiento de su cuerpo sin energía para seguir luchando.
La jauría compuesta por quince perros que en un comienzo era un grupo compacto tras el niño, ahora había pasado a ser un disperso grupo de animales. Tres perros iban a la cabeza, justamente los dos que Diego vio y un tercer animal mucho más huesudo que los otros dos. De patas muy flacas y largas.
En último caso gritaré esperando la misericordia de alguien que logre escuchar mi súplica, desde algún balcón o ventana de esta gigantesca ciudad. Alguien que con un mínimo gesto me librara de morir despedazado. Eso fue lo último que pensó antes de ser encandilado por las luces de una de las avenidas más conocidas de todo Buenos Aires. La Av. Callao.
Cerró los ojos y abrió los brazos. sintió como unos de los tres perros había logrado darle alcance. El animal en el primer intento de morderlo había sólo enganchado sus colmillos en el desgastado pantalón de Diego, su pierna izquierda. En ese momento, tal como ya lo había desidido, comenzó a gritar. Pero su desgarrador grito inicial se vio silenciado por un chillido aún mayor. Ante su sorpresa sintió como el perros había dejado de tirarle la pierna. Tardó una fracción de segundo en percatarse de lo que ocurría.
Al cerrar los ojos producto de las luces, lo que hizo fue cruzar la Av. callao sin percatarse que directo a él se acercaba un automóvil a toda velocidad. Por escasos centímetros Diego cruzó, pero el perro que venía agarrándolo del pantalón no corrió con la misma suerte. El auto se detuvo. No había nada que hacer por el miembro de la jauría caído. Alguien bajó del auto, lo que significaba que nada más podían hacer ellos allí. Habían perdido al niño.
El conductor repitió varias veces la pregunta. ¿Te encuentras bien niño?. Antes que Diego saliera del shock en el que se encontraba. Y respondiera que se encontraba en perfecto estado.
¡No se imagina cuan bien me siento señor, gracias! -respondió Diego con una sonrisa y un rostro que evidenciaba lo exhausto que se encontraba-.
El chofer pensó que se trataba de un niño completamente drogado.
¿Cómo era posible que después de haber estado apunto de morir atropellado por su propia imprudencia se mostrara tan feliz?
¿Agradecido?.
Diego estuvo a punto de darle las gracias por haberle salvado la vida. Pero se contuvo, de lo contrario hubiese tenido que explicar todo y no tenía tiempo ni menos energía para ello.
A los pocos minutos y con la ayuda de un segundo aire se levanto rápidamente y escapó lejos del lugar. El chofer llamaba desde su celular a la policía y Diego lo último que necesitaba era ser detenido.
Cuando ya se encontraba a una distancia razonable, grito:
¡Muchas gracias nuevamente!.
El chofer se volteó, vio al niño muy lejos y lo único que atinó a hacer fue abrir los brazos. No entendía absolutamente nada.
Dando pasos lentamente Diego se hallaba ahora en Rodríguez peña. Había retrocedido por lo menos ocho seis cuadras por el reciente incidente.
Al llegar a la calla Paraguay dobló a la izquierda, un par de cuadras más allá se encontraba la plaza Dr. Houssay. Ese era un buen sitio para descansar un rato. Pero a poco andar descubrió un lugar mejor. El toldo de una exclusiva tienda de ropa le pareció ideal protección de la lluvia. Se sentó en la entrada, incluso el piso en esa área de la calle estaba seco por el resguardo del toldo. Juntó las piernas y las aferró a su pecho, miró a todos lados antes de apoyar la cabeza en sus rodillas. Cerró los ojos y se durmió instantáneamente.¿No sabes algo más de nuestro hogar, José? -preguntó Perro -. Después de un largo silencio producto de la discusión.
José miró a Perro y dijo con una sonrisa en su rostro:
“He dejado la mejor parte de la historia para el final”.
Perro y Facundo retomaron automáticamente la postura de atención que habían tenido hasta hace muy poco (Facundo claro está, lo hizo de una forma menos notoria).
¡Continúa che, continúa! -dijo Perro impaciente-.
Está bien, está bien...
¡Lo que sucede es que, en la punta del obelisco esta escondido su corazón! -dijo José con un tono muy misterioso-
Como Facundo jamás espero una frase como esa, no tuvo tiempo de pensar una buena protesta al respecto. Perro fue mucho más rápido.
¡Qué es , José, que es! -exaltado gritó Perro-.
Ante el silencio de José, Perro continuó.¿Se trata de un tesoro? ¿Uno repleto de joyas, monedas de oro y rubíes?.
No Perro, nada de eso -dijo José-.
Es un pergamino. Escrito de puño y letra del mismísimo Alberto Prebisch, el creador del Obelisco.
¿Y qué dice el condenado papel, che? -dijo Facundo-. ¡Eso nadie lo sabe con certeza!. Ya que el día de la inauguración sólo Prebisch, el arquitecto, subió a la cima del Obelisco sellando para siempre el mensaje en una caja metálica -respondió José-.
¡Cómo los presentes aceptaron eso! -protestó Perro indignado-.
El estableció que el mensaje sería leído en el futuro por quienes fueran los encargados de demolerlo. No pocos especularan en alguna posible maldición en contra de los responsables, incluso se llegó a decir que la maldición caería sobre la ciudad entera.



La mujer tomó al niño con dificultad y lo puso en el taxi.
Cuando Diego abrió los ojos se encontraba acostado en la cama de la mujer. Lo primero que sintió fue la suavidad de la cama, al instante siguiente, instintivamente
saltó de la cama. Aún era de noche y se encontraba completamente solo en la habitación. Se acercó a la ventana.
Maldición estamos muy alto para escapar por aquí -pensó Diego-.
Luego fue hacia la puerta sin hacer el menor ruido. Giró con sumo cuidado la manilla. El departamento lucía como si todo en el fuese nuevo, la puerta no era la excepción. Abrió fácilmente sin crujir. El piso estaba alfombrado y Diego avanzó lentamente por un largo pasillo, el departamento era enorme.
Al descubrir finalmente la puerta de salida mayor fue su sorpresa al ver la mujer, con la que se había tropezado, durmiendo apoyada en la puerta.
Seguramente este lugar tiene más dormitorios donde dormir, ¿por qué estará ella aquí? -se preguntó Diego-.
¡Es una loca de remate, que querrá hacer conmigo!.
Sin una razón aparente de improviso ella despertó. Aún un poco dormida dijo.
Veo que ya despertaste. ¿Cuánto habremos dormido?. Diego mientras la escuchaba retrocedía paso a paso.
¿Qué haces?
¿Por qué te alejas?

-inconcluso-


HE SUFRIDO DEMASIADO PARA QUERER VIVIR POR SIEMPRE.
ENTREGE MI PEQUEÑA LIBERTAD A CAMBIO DE LA ESPERANZA DE UNA MAYOR.
MIENTRAS MENOS SUEÑAS, MENOS LA REALIDAD TE LASTIMARA -FACUNDO-.

1 comment:

Anonymous said...

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